Barangay Nº61 tras el paso del tifón Yolanda. Tacloban, Visayas Orientales. Filipinas.
En las localidades filipinas, “barangay” significa “barrio”,
o “vecindario”. No es lo mismo un pintoresco barangay con playa mecido por el
sonido de las olas que otro situado en el interior. Son cosas en las que hasta
hace poco Beth podía pensar para matar el tiempo. Ahora atiza el fuego con el
que calienta agua en una olla. La hierve para potabilizarla. Se guarece en las
ruinas de una vivienda de varias plantas construida sobre un promontorio pegado
al mar, en uno de esos barangays bonitos, muy cerca del Consistorio de la
ciudad de Tacloban en las Visayas Orientales de Filipinas. Unos metros más allá
de la pequeña hoguera, un grupo de hombres con uniforme de color naranja remueve
los restos informes de varios edificios reducidos a una montaña de escombros. Dos
de ellos despliegan una bolsa alargada de color negro y la aproximan al cadáver
que los demás extraen con cuidado de una oquedad maloliente.
Cuelgan pegados trozos de basura y jirones de
ropa deshecha. Después de cinco días el calor y la humedad han comenzado a
pudrir el cuerpo y es difícil de manejar. El olor inconfundible contrae el
gesto de los vecinos que deambulan en el lugar intentando recuperar sus
pertenencias. Los días transcurridos no les han hecho acostumbrarse. Beth levanta
la cabeza y respira hondo. Es una mujer madura. Se acuclilla sobre un barreño para
lavar algunas prendas que ha rescatado de las ruinas y contempla a los
jovenzuelos del barrio jugando sobre los pedazos de hormigón; lo han perdido
todo, como ella, pero tienen toda la vida por delante. Tienen tiempo: les
resulta más fácil asirse a un pensamiento alegre para olvidar la tragedia.
Otros niños han tenido menos suerte. Han muerto o no han superado el shock y deambulan
con la mirada perdida.
Sobre una mesa de madera yace lo que queda de una mujer y su
bebé. Grotescamente rígidos, parecen maniquíes ennegrecidos. Forman parte de un
escenario imposible de viviendas despedazadas que se amontonan o muestran sus
estancias como visceras desgarradas. Es una coherencia espeluznante difícil de
digerir. La vista se pierde en lo que queda tras haber pasado el barrio por una
picadora. Los pedazos son tan pequeños que es imposible saber donde acaba una
manzana y donde empieza otra. Aquí y allá, los supervivientes buscan refugio
bajo cualquier voladizo, y continúan viviendo. El hambre aprieta y la lluvia
arrecia de nuevo. Las bolsas negras se van alineando sobre una placa de
cemento. Los vivos se alinean también, mudos, contemplando a los bomberos
resoplar mientras depositan uno tras otro a sus convecinos. La fatalidad les
puso en uno u otro lado y no queda más que seguir adelante. Las bolsas cerradas
adoptan la forma de sus ocupantes rígidos tal y como quedaron tras fallecer. Yolanda,
el nombre que los filipinos dieron al tifón Haiyan, les mató sin preguntar,
dejando sus cuerpos revueltos, sin decoro, ante la vista de conocidos y amigos,
vivos afortunados. La muerte siempre es solemne, pero cuando las catástrofes
naturales imponen su horror, la dignidad también se pone a la cola de todo lo
que es preciso reconstruir de nuevo.
Con el aeropuerto en ruinas y sin comunicaciones terrestres,
el primer esfuerzo se reparte entre la asistencia a heridos y afectados y la
recuperación de algunas vías de acceso. Salir de Tacloban se convierte en la
prioridad de muchos de los que lo han perdido todo. A medida que los bomberos
locales despejan la antigua calle principal, la Calle Real, paralela a la costa
y conectada al aeropuerto, ésta se puebla de desplazados que acuden a la pista
de aterrizaje con la esperanza de hallar un hueco en algún avión militar. Sobre
un suelo anegado, sin electricidad, sin agua ni alimentos, los hierros
retorcidos que quedan de la terminal cobijan a una muchedumbre creciente de
mujeres y hombres, niños y ancianos, acarreando maletas con lo que han podido
salvar. Al anochecer, el estruendo de los poderosos motores de los aviones de
transporte C130 entierra las escasas conversaciones de las familias exhaustas.
Fuera, la densa oscuridad solo es atenuada por tres o cuatro generadores que destacamentos
del ejército y de bomberos locales mantienen en marcha con el combustible que
consiguen rescatar. A pesar de que la mayoría de sus hombres también han sido
afectados por el desastre, en esos primeros días, una veintena de bomberos de
Tacloban trabajan 24 horas por turnos, durmiendo bajo un toldillo, para acondicionar
los restos del edificio aeroportuario a través del que llegará la ayuda
exterior y serán evacuados los desplazados. Los jefes, Marc y Eden, dirigen a
la cuadrilla compartiendo la misma tierra del trozo de suelo en el que han
acampado. Hierven cacao y café bajo el sol que a las cinco y media de la mañana
ya asoma. Ceden una parte de sus galletas y agua a los refugiados que se animan
a mendigarlas. Conducen el camión que antes apagaba fuegos hacia lo que queda del
centro urbano, cargado de gente agarrada a cualquier saliente. Estos primeros
días, la vía que une el aeropuerto con el ayuntamiento se convierte en la
arteria a la que todos acuden en busca de transporte y a través de la cual
comienzan a distribuirse suministros a la ciudad.
El trasiego de personas no cesa. La falta de luz eléctrica
convierte la noche en una pesadilla imposible. Un caos de árboles arrancados,
vehículos incrustados en edificios, todo enterrado en el aluvión de barro
mezclado con cadáveres de humanos y animales. Algunas hogueras ayudan a ubicar
los lugares y espantar a los mosquitos. Lo que no falta es madera para quemar.
El zarpazo de Yolanda arrancó la vida a un buen número de
filipinos y deja a muchos más con lo puesto. Los edificios públicos de mayor
tamaño, escuelas, auditorios, iglesias, se convierten inmediatamente en refugio
de los que lo han perdido todo. Supervivientes agrupados en familias o lo que
queda de ellas se instalan provisionalmente en las gradas del Centro Nacional
de Convenciones de Tacloban. Cualquier hueco, esquina, que pueda delimitarse
como espacio propio es ocupado. Un cartón grueso es un buen colchón porque
aisla del suelo. Una manta, un impermeable, son tesoros. Algo que comer y
beber, un milagro diario.
La carestía, el caos y la ausencia de autoridad sobre el
terreno, propician la proliferación de oportunistas que saquean comercios y
propiedades desatendidos por sus dueños. El ejército y la policía se despliegan
para proteger los lugares susceptibles de ser asaltados y mantener la calma en
las colas de reparto de víveres. El miedo a los robos se convierte en un tópico
en las conversaciones, y no ayuda saber que se ha producido una fuga masiva de
la prisión de la ciudad; cuando el nivel del agua comenzó a subir
peligrosamente, los funcionarios abrieron sus puertas para evitar la muerte de
los presos. Esto provocó la huida de un número de convictos en penales de toda
la provincia que las autoridades cifran en torno a 600, muchos de ellos
pertenecientes al Frente Moro de Liberación. Sin embargo, proveerse minimamente
de ropa y alimentos lleva a mucha gente normal a tomarlos de las tiendas
anegadas. Algunos lo confiesan con pudor, y otros se vanaglorian de resistir a
la tentación. Allan vende bolsas de Nescafé, expuestas sobre una caja de cartón
a modo de mostrador en plena calle. Al día siguiente ofrece un pollo vivo que nadie sabe de dónde ha salido. Ríe y disimula
mientras algunos vecinos cuchichean detrás que lo ha robado.
La presencia generalizada de aparatos eléctricos en la vida
diaria, provoca un replanteamiento drástico del día a día cuando los enchufes
dejan de funcionar. Y no se trata solo de comodidades prescindibles. Tras el
desastre, llega la necesidad imperiosa de comunicarse con los familiares, de
saber y de hacer saber. El acceso a internet y la cobertura de telefonía móvil
quedaron interrumpidos. Poco después del tifón, el gobierno local instala un
servicio gratuito de llamadas telefónicas y recarga de móviles, así como
restablece la cobertura en las proximidades del ayuntamiento, pero las horas
que las baterías de los teléfonos móviles aguantan hasta consumir su carga
convierten las conversaciones en una paradójica cuenta atrás hacia el silencio
y el aislamiento hasta hallar de nuevo algún generador surtido de combustible.
Poco a poco, los grupos de afectados que deambulan
intentando conseguir ayuda van dando paso a las bicicletas, a pequeños
sidecars, a las motocicletas reparadas a retazos, y a los vehículos que se han
salvado, rápidamente alquilados a periodistas y cooperantes extranjeros. Y
luego a los potentes todoterrenos de las organizaciones de cooperación
internacional y ONG´s. El grado de destrucción de la ciudad es tal que
prácticamente todos sus habitantes han resultado afectados en algún grado. Las
historias personales inundan lo cotidiano y nadie es un héroe, porque todos lo
son en tanto que han sobrevivido o han muerto en circunstancias excepcionales. En el barangay número 61 de Tacloban, el agua subió hasta la segunda planta de una casa y catorce personas de dos familias se salvaron refugiándose en
la techumbre tras abrir un agujero.
Cajas llenas con suministros sanitarios se amontonan en el hall del
Hospital Regional de Visayas Orientales. El personal del centro va asignando
tareas a médicos y enfermeros recién llegados, cuyos uniformes con rótulos y
banderas de diferentes nacionalidades inundan los pasillos atestados de heridos. Muchos fueron víctima de la caída de techos, edificios y árboles. Padecen lesiones medulares, cortes y
roturas en pies y extremidades, y contusiones graves debido a que el agua
arrastró toda clase de objetos que actuaron como proyectiles sobre aquellos a
los que alcanzó el golpe de mar. En poco tiempo llegarán las enfermedades
infecciosas derivadas de la insalubridad y la podredumbre.
Aixa, una enfermera española especializada en
pediatría, atiende a un bebé de tres días que ni siquiera tiene nombre. A pesar
de lo reciente del parto y el agotamiento, la madre sigue sus explicaciones de
pie junto a la cama. La enfermera guia sus manos en la forma correcta de
manipular y explorar el diminuto cuerpecito. El niño sin nombre apenas se
mueve, respira con dificultad. La septicemia avanza y su pugna por la vida se
ha apoderado del corazón de Aixa, que le regala precisamente esa primera
posesión de cualquier ser humano, el nombre. Se llamará Ángel. Sin embargo
Ángel no resiste y un día después ya no es más que un recuerdo muy triste en la
memoria de la voluntaria española. Padres que
pierden a sus hijos, y también críos que corretean porque ya no tienen padres.
Éstos se juntan y se dan compañía, hacen pandilla a pocos días de convertirse
en niños de la calle. Se apelotonan en las tuberías rotas de la red pública
para lavarse con el agua que gotea, o juegan a columpiarse en el tendido
eléctrico que los postes derrumbados dejan al alcance de sus brazos. En las
colas de asistencia médica, aguardan agarrados a la mano de algún familiar.
Tienen esa mirada que el fotoperiodismo ha retratado miles de veces y soportan
sus heridas callados, esperando el turno de ser atendidos. Unos han quedado
paralizados, perdidos, intentando digerir lo que ha ocurrido. Otros siguen
adelante protegidos por ese mecanismo de autodefensa tan eficaz como es la
capacidad de jugar. Algunos hallarán refugio y a otros los tragará la marea de
miseria que se aproxima.
Lejos de Tacloban, la ayuda tarda en alcanzar las pequeñas
aldeas. Allí los cadáveres permanecen al aire a la espera de que alguien los
identifique y los retire. Un joven procedente de una de estas aldeas denuncia
la situación ante las cámaras de un medio de comunicación extranjero. Lo hace
frente al imponente edificio que alberga un centro de belleza propiedad de la
mujer del alcalde. En la puerta, un coche volcado sobre una pequeña glorieta
parece una extraña escultura moderna.
En el aeropuerto, los que aguardan un hueco en un avión
forman una fila interminable bajo la torre de control. Periódicamente aterriza
un C130 de transporte y un soldado abre la puerta de malla metálica para dejar
pasar un cupo de personas. La gruesa hilera de personas se mueve y con ellas
sus bártulos y lo que han conseguido acarrear. Stephanie carga sus pertenencias
en un carrito de supermercado que se ha convertido en su pequeño hogar mientras
espera su turno. Una pareja de abuelos sostienen a sus dos nietos pequeños.
Caen a plomo los 40 grados de un sol abrasador, pero en cinco minutos el cielo
se cubre y un diluvio arruina maletas y petates empapándolo todo.
Otros desembarcan con la esperanza de hallar familiares
desaparecidos, o para ayudar. La desgracia es campo abonado para el
oportunismo, y también lo es para la solidaridad. La vida sigue, se abre paso,
y no podrá arrancarla ni la peor ráfaga de viento.
Equipo de bomberos voluntarios belgas volando hacia Tacloban desde Cebu.
Vista del área devastada por Yolanda en las proximidades de Tacloban.
Vecinos de Tacloban aguardan en las ruinas del aeropuerto. Intentan conseguir una plaza en algún vuelo civil o militar que les saque de allí.
La espera interminable en el aeropuerto agota a los más débiles. Enfermos, heridos, ancianos y niños, necesitan asistencia médica.
Pista de aterrizaje del aeropuerto de Tacloban el día de nuestra llegada. Desde ahí, con una conexión por satélite Bgan, enviamos los primeros vídeos al Telediario de TVE.
Bomberos de Tacloban acampados en las proximidades del aeropuerto. Ellos hicieron el primer desescombro de la terminal que permitió a los desplazados agilizar su salida, así como facilitar la entrada de la ayuda exterior.
Niños de Tacloban hacen cola en una vieja bomba manual para sacar agua de un pozo.
La Escuela Central Rizal acoge a decenas de familias que han perdido sus hogares.
Un niño extrae agua accionando una bomba manual.
Familia de refugiados en la Escuela Central Rizal de Tacloban
Iglesia del Santo Niño, en Tacloban. En ella consiguieron salvarse decenas de personas durante el paso del tifón.
Todo lo que queda de un idílico hotel junto al mar
Barangay Nº61, Tacloban. La misma foto de cabecera, en color.
Improvisado centro de información y prensa junto al Consistorio en Tacloban.
El Ayuntamiento habilita un servicio gratuito de llamadas de teléfono vía satélite.
Cadáveres alineados junto al paseo marítimo aguardan el traslado al depósito para la identificación.
Campamento de bomberos locales junto al aeropuerto de Tacloban. Otra vista.
Un miembro de una cuadrilla de bomberos transporta las bolsas donde se meterán los cadáveres que rescaten a lo largo de la jornada.
Al fondo... La casa en la que se refugia Beth. Desde ahí contempla a los bomberos extraer cadáveres de las ruinas.
Un bombero intenta colocar el cuerpo de una mujer dentro de una de las bolsas para su traslado.
Beth
Niños de Tacloban, vecinos de Beth. Mantienen una sonrisa, pero la procesión va por dentro.
Vecinos de Tacloban retoman sus quehaceres diarios tras el desastre.
La casa de Beth
Cuadrilla de rescate de cadáveres. Suena paradójico... Rescatar un cadáver. Pero es encomiable la labor de estas personas, también afectados por la catástrofe. Dignidad hasta el final.
Cadáveres alineados en la acera, esperan su traslado al depósito.
Antigua residencia de Imelda Marcos en Tacloban
Vistas del hotel Leyte Park
Los más avispados "recuperan" lo que pueden y montan su pequeño negocio sobre una caja de cartón.
Un perro reposa en unas tuberías junto a lo que queda del hogar de su dueña.
I love Tacloban. Campaña promocional de la ciudad cuyo slogan inunda marquesinas, pósters, autobuses...
Spa propiedad de la mujer del alcalde de Tacloban. Ese coche quedó así, volcado y se ha convertido casi en mobiliario urbano.
Vecinos acuden al servicio médico de primera asistencia facilitado por el ayuntamiento.
Cárcel de Tacloban. De este centro penitenciario y de otros de la zona, escaparon en torno a 600 presos. Las autoridades abrieron las puertas para impedir que perecieran ahogados.
Jóvenes detenidos por la policía por robar en comercios abandonados.
Policias montan guardia junto a los comercios afectados por la inundación.
I love Tacloban
Niño recogiendo agua procedente de una depuradora cedida por Cooperación Exterior de España, AECID.
Una familia descansa en una esquina delimitada con sillas, dentro del Centro de Convenciones de Tacloban.
Niños de una familia acampada junto al Centro de Convenciones de Tacloban
Reparto de bolsas de víveres.
Junray, el recepcionista del hotel Leyte Park, trabaja por la noche a la luz de una vela dibujando a mano los formularios con los que lleva el orden del establecimiento. El hotel alberga a varios grupos de cooperación internacional, entre ellos el de médicos españoles, AECID, y la ONG Acción contra el hambre, así como una base de operaciones de la Cruz Roja Filipina.
Tacloban
Cola de desplazados en el aeropuerto de Tacloban aguardan plaza en algún avión
Cola de desplazados en el aeropuerto de Tacloban aguardan plaza en algún avión
Cola de desplazados en el aeropuerto de Tacloban aguardan plaza en algún avión
Llegada del avión español con el equipo médico de voluntarios y el material sanitario.
Llegada del avión español con el equipo médico de voluntarios y el material sanitario.
El avión de los voluntarios españoles junto al avión presidencial en el aeropuerto de Tacloban
Maternidad de Picasso... El agua casi ahoga al niño, pero se detuvo justo a tiempo...
Las manos de una enfermera española sobre un recien nacido de Tacloban
Equipo de personal sanitario español en la puerta de urgencias del hospital provincial de Tacloban.
Campamento de voluntarios españoles en el hotel Leyte Park. Trajeron la alegría, la salud, y la luz, con dos enormes focos que nos animaron la noche, y olor de patatas fritas con aceite de oliva... todo hay que decirlo.
Campamento de volutarios españoles.
De noche. Vivan esos focos!!
Aviones C130 del ejército filipino, aguardan el embarque de desplazados.