Torre de la Campana en Pekín |
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Emitido en el Telediario 2ª Edición de TVE el día 14 de enero de 2013
Nanluoguxiang es una preciosa calle situada en una zona céntrica de Pekín que aún conserva los tradicionales hutongs, construcciones de una sola planta en ladrillo con gráciles techos de tejas grises. Cuando llega el buen tiempo o en los días festivos el resto del año, pekineses y turistas atestan los locales comerciales que ahora ocupan los espacios que otrora fueran viviendas. Restaurantes de moda, tiendas de diseño, y precios en la línea de cualquier capital europea. No parece China, o si lo es, es una China que no pueden permitirse los bolsillos de un elevadísimo porcentaje de su población. Pero es rentable para unos cuantos y es un escaparate. Las fotos de este lugar recorren los álbumes de miles de turistas.
Sin embargo aquí
vivió gente, pekineses de toda la vida. Los mismos de otros barrios aledaños
cuyas casas tradicionales el gobierno pretende reconvertir en zonas
comerciales. Con el precio de la vivienda disparado (comprar o alquilar en
Pekín es comparable a hacerlo en muchas capitales europeas), los vecinos se
quejan de que las indemnizaciones (reciben aproximadamente la mitad del valor
de mercado) no les permiten permanecer en esas zonas, obligándoles a alejarse
del lugar donde crecieron sus familias.
Tras la Torre del Tambor y la Torre de la Campana, en pleno centro histórico de Pekín, una
placita sin tráfico hace las delicias de niños y adultos que juegan, pasean y
viven vida de barrio. Cae la tarde y un grupo de vecinos discute acaloradamente
qué hacer ante lo que se les viene encima. En algunas fachadas los anuncios
municipales lucen como sentencias, señalando calles, números, y valores
impuestos del metro cuadrado. Es gente sencilla, vecinos de vecindario antiguo,
habitantes de casas bajas de tejados ondulados, codiciadas por los nuevos traficantes
de modernidad para ser convertidas en locales de diseño. El futuro se les echa
encima y no habrá fuerza que detenga la marea del interés económico.
La historia de
la humanidad está ceñida por dos afanes: El primero es la gestión del espacio
vital. Ya sea físico, geográfico, social (los lazos familiares siempre
descansaron en la planificación, lo del amor es más reciente), político (el
poder es una manifestación de espacio ganado-espacio perdido), o psicológico,
estrechamente vinculado al físico; la religión, sin ir más lejos, puede ser el
mejor refugio o la peor cárcel. El otro afán es el del conocimiento, aprender,
por puro placer, por sentido práctico y por necesidad, o simplemente para
alcanzar una suerte de paz interior que no es más que otra forma de espacio
vital. Esta segunda motivación generalmente acontece y se sustancia cuando se
ha satisfecho la primera. Todos sabemos que, a igualdad de aptitudes, prosperan
mejor los estudiantes sin problemas en casa, y que las revoluciones ideológicas
fueron burguesas, no obreras. Incluso Mao tuvo que desembarazarse del trabajo
manual para poder estudiar a gusto, aunque luego pusiera a todos a arar.
Cuando alguno de
estos pilares corre el peligro de desaparecer, un sentimiento de angustia y
desesperación se apodera de las víctimas de esa posible pérdida. El trauma se
clava en sus vidas y hay que reconstruirse. Unos lo consiguen y muchos no. El
día a día, los rincones que el hábito de los años hace entrañables en la
memoria, todo eso se derrumba y en su lugar queda el vértigo ante el vacío.
El hogar, el
refugio, ese lugar en el que uno crece o aquel en el que crecen los hijos, o
simplemente el espacio circundado dentro del cual uno puede dormir tranquilo
sabiendo que pisa el propio territorio. Asegurarlo es una de tantas metas más o
menos transitorias en la vida. Carecer de él físicamente lleva al caos o a la
substitución por un espacio vital de otra naturaleza, llámese cultura popular,
educación, carácter personal. Hasta en el trabajo puede uno refugiarse. Es uno
entre otros referentes, no el único, al que agarrarse para saber quién se es,
dónde se está y por qué razones lo que se hizo se hizo bien, y que merece la
pena seguir adelante. Seguir viviendo.
En España ha
tomado forma el fenómeno de los desahuciados que prefieren quitarse la vida antes que afrontar al trance de verse despojados de sus hogares.
En China, que es
donde vivo, la gente también pierde contra su voluntad la tierra o la vivienda donde arraigan. No tanto a causa de una
crisis económica como de los intereses de terceros más poderosos a los que el
sistema legal chino permite ejercer estos abusos con impunidad. El desarrollo
explosivo que el país ha experimentado en las últimas dos décadas ha desplazado
sin miramientos a millones de personas
una población desarraigada a la que el Estado sacrifica en aras de un futuro en
el que ellos no figuran. Y muchos también optan por el suicidio.
La modernización
y puesta a punto de Pekín para los juegos olímpicos, se convirtió en una
pesadilla para muchos de sus habitantes, que se vieron obligados a aceptar las
indemnizaciones que el Estado les ofrecía o el traslado de ancianos residentes
a zonas del extrarradio en las que iniciar una vida nueva suponía hacerles
trizas la existencia tras una vida de trabajo.
Ya casi es un
tópico manido hablar del apego que los chinos tienen a todo aquello que les
proporciona arraigo. La familia, la tierra, la casa. A pesar de Mao y de los
muertos que dejó atrás en su intento por anular ese afán, los chinos no
renuncian a ese asidero vital sobre el que construyen una comunidad básica que
existe mientras existan miembros vivos. El éxito económico de la diáspora china
no hubiera sido posible sin ese soporte social y cultural. En muchos aspectos
incluso la actual dinámica empresarial que ha cambiado el país de arriba abajo
se apoya en una estructura similar. La red de confianza que te prestará dinero
y techo si tú pones la fuerza del trabajo.
Pero cuando todo falla, cuando los gobiernos
locales o centrales se corrompen y su propósito deja de ser la protección de
los gobernados sino el autoenriquecimiento, la ley –siempre a su favor- se
transforma en una trampa implacable y la pequeña propiedad, la familia, aquello
a lo que aferrarse, se convierte en un pequeño país de repuesto. Algo en lo que
creer. Si esto también desaparece solo queda la fuerza de aquellos capaces de
resistir, y para el común de los mortales, la desesperación. Y para otros el
suicidio.
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