miércoles, 23 de enero de 2013

Espacio vital, desalojos, desahucios. Suicidios.

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Torre de la Campana en Pekín















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Emitido en el Telediario Edición de TVE el día 14 de enero de 2013

Nanluoguxiang es una preciosa calle situada en una zona céntrica de Pekín que aún conserva los tradicionales hutongs, construcciones de una sola planta en ladrillo con gráciles techos de tejas grises. Cuando llega el buen tiempo o en los días festivos el resto del año, pekineses y turistas atestan los locales comerciales que ahora ocupan los espacios que otrora fueran viviendas. Restaurantes de moda, tiendas de diseño, y precios en la línea de cualquier capital europea. No parece China, o si lo es, es una China que no pueden permitirse los bolsillos de un elevadísimo porcentaje de su población. Pero es rentable para unos cuantos y es un escaparate. Las fotos de este lugar recorren los álbumes de miles de turistas.
Sin embargo aquí vivió gente, pekineses de toda la vida. Los mismos de otros barrios aledaños cuyas casas tradicionales el gobierno pretende reconvertir en zonas comerciales. Con el precio de la vivienda disparado (comprar o alquilar en Pekín es comparable a hacerlo en muchas capitales europeas), los vecinos se quejan de que las indemnizaciones (reciben aproximadamente la mitad del valor de mercado) no les permiten permanecer en esas zonas, obligándoles a alejarse del lugar donde crecieron sus familias.
Tras la Torre del Tambor y la Torre de la Campana, en pleno centro histórico de Pekín, una placita sin tráfico hace las delicias de niños y adultos que juegan, pasean y viven vida de barrio. Cae la tarde y un grupo de vecinos discute acaloradamente qué hacer ante lo que se les viene encima. En algunas fachadas los anuncios municipales lucen como sentencias, señalando calles, números, y valores impuestos del metro cuadrado. Es gente sencilla, vecinos de vecindario antiguo, habitantes de casas bajas de tejados ondulados, codiciadas por los nuevos traficantes de modernidad para ser convertidas en locales de diseño. El futuro se les echa encima y no habrá fuerza que detenga la marea del interés económico.


La historia de la humanidad está ceñida por dos afanes: El primero es la gestión del espacio vital. Ya sea físico, geográfico, social (los lazos familiares siempre descansaron en la planificación, lo del amor es más reciente), político (el poder es una manifestación de espacio ganado-espacio perdido), o psicológico, estrechamente vinculado al físico; la religión, sin ir más lejos, puede ser el mejor refugio o la peor cárcel. El otro afán es el del conocimiento, aprender, por puro placer, por sentido práctico y por necesidad, o simplemente para alcanzar una suerte de paz interior que no es más que otra forma de espacio vital. Esta segunda motivación generalmente acontece y se sustancia cuando se ha satisfecho la primera. Todos sabemos que, a igualdad de aptitudes, prosperan mejor los estudiantes sin problemas en casa, y que las revoluciones ideológicas fueron burguesas, no obreras. Incluso Mao tuvo que desembarazarse del trabajo manual para poder estudiar a gusto, aunque luego pusiera a todos a arar.
Cuando alguno de estos pilares corre el peligro de desaparecer, un sentimiento de angustia y desesperación se apodera de las víctimas de esa posible pérdida. El trauma se clava en sus vidas y hay que reconstruirse. Unos lo consiguen y muchos no. El día a día, los rincones que el hábito de los años hace entrañables en la memoria, todo eso se derrumba y en su lugar queda el vértigo ante el vacío.
El hogar, el refugio, ese lugar en el que uno crece o aquel en el que crecen los hijos, o simplemente el espacio circundado dentro del cual uno puede dormir tranquilo sabiendo que pisa el propio territorio. Asegurarlo es una de tantas metas más o menos transitorias en la vida. Carecer de él físicamente lleva al caos o a la substitución por un espacio vital de otra naturaleza, llámese cultura popular, educación, carácter personal. Hasta en el trabajo puede uno refugiarse. Es uno entre otros referentes, no el único, al que agarrarse para saber quién se es, dónde se está y por qué razones lo que se hizo se hizo bien, y que merece la pena seguir adelante. Seguir viviendo.
En España ha tomado forma el fenómeno de los desahuciados que prefieren quitarse la vida antes que afrontar al trance de verse despojados de sus hogares.
En China, que es donde vivo, la gente también pierde contra su voluntad la tierra o la vivienda donde arraigan. No tanto a causa de una crisis económica como de los intereses de terceros más poderosos a los que el sistema legal chino permite ejercer estos abusos con impunidad. El desarrollo explosivo que el país ha experimentado en las últimas dos décadas ha desplazado sin miramientos a millones de personas una población desarraigada a la que el Estado sacrifica en aras de un futuro en el que ellos no figuran. Y muchos también optan por el suicidio.
La modernización y puesta a punto de Pekín para los juegos olímpicos, se convirtió en una pesadilla para muchos de sus habitantes, que se vieron obligados a aceptar las indemnizaciones que el Estado les ofrecía o el traslado de ancianos residentes a zonas del extrarradio en las que iniciar una vida nueva suponía hacerles trizas la existencia tras una vida de trabajo.
Ya casi es un tópico manido hablar del apego que los chinos tienen a todo aquello que les proporciona arraigo. La familia, la tierra, la casa. A pesar de Mao y de los muertos que dejó atrás en su intento por anular ese afán, los chinos no renuncian a ese asidero vital sobre el que construyen una comunidad básica que existe mientras existan miembros vivos. El éxito económico de la diáspora china no hubiera sido posible sin ese soporte social y cultural. En muchos aspectos incluso la actual dinámica empresarial que ha cambiado el país de arriba abajo se apoya en una estructura similar. La red de confianza que te prestará dinero y techo si tú pones la fuerza del trabajo.
Pero cuando todo falla, cuando los gobiernos locales o centrales se corrompen y su propósito deja de ser la protección de los gobernados sino el autoenriquecimiento, la ley –siempre a su favor- se transforma en una trampa implacable y la pequeña propiedad, la familia, aquello a lo que aferrarse, se convierte en un pequeño país de repuesto. Algo en lo que creer. Si esto también desaparece solo queda la fuerza de aquellos capaces de resistir, y para el común de los mortales, la desesperación. Y para otros el suicidio.